Quienes trabajamos con el lenguaje lo sabemos: hay una lucha silenciosa por las palabras porque son los ladrillos que construyen el sentido común. Es una pelea silenciosa, que la mayoría ni siquiera percibe pero de la que todos somos parte fundamental.
Muchas batallas ideológicas se ganan primero en el diccionario. Cuando a una palabra se la moldea para poder cargarle un sentido moral (sea positivo o negativo) no hay lugar para el debate: la palabra misma ya es el veredicto.
El sentido común no surge espontáneamente, se fabrica, se construye por la repetición sistemática de ciertas palabras hasta que dejan de percibirse como ideológicas y pasan a ser “naturales”, “obvias” o “de sentido común”. El famoso relato.
Un ejemplo: ¿por qué razón los farmers norteamericanos, los agricultores europeos, los tamberos neozelandeses, los ganaderos australianos y los productores brasileños son considerados mayoritariamente por sus sociedades como un eslabón muy importante de la economía, la cultura y la integración social, mientras que en Argentina los productores son vistos por una parte de la sociedad como oligarcas, contaminadores del ambiente o explotadores entre otros males?
¿En qué momento de esa batalla cultural, permitimos que nos manipularan cargando de «valor moral negativo» nada menos que a la palabra productor? El problema no es solo que el lenguaje haya perdido precisión, sino que esa imprecisión se volvió muy funcional al poder de turno. Y entonces las palabras ya no describen: justifican.
Cuando una palabra se monopoliza, se está expulsando al contrario del debate y entonces ya no queda más que una sola y única voz. Las palabras crean identidades y «enemigos»: define quienes somos «nosotros» pero también quienes son «ellos». Recuperar las palabras siempre es una forma de resistencia política.
Es por eso que desarmar los usos tramposos del lenguaje y devolverles precisión conceptual no es academicismo: es una condición necesaria para reabrir tantos debates indispensables.
